CONGREGACIÓN SÉPTIMO MILENIO

traba

A DIOS…O A HOMBRES?

No resulta muy edificante escuchar a los hermanos de la fe, comentar sobre la falta de importancia de las tareas que realizan en las congregaciones.

Lo grave de este tipo de actitudes es que no solamente debilitan su propia fe, sino que son un instrumento de debilitamiento de la fe de los demás miembros.

La queja, es peligrosamente contagiosa!

Siempre he pensado que cuando alguien se plantea este tipo de cuestiones, es porque en el fondo, no tiene muy claros los fundamentos de la Palabra de Dios.

Y es precisamente en el desconocimiento de los fundamentos de esos principios, en donde se encuentra la raíz de muchas frustraciones, de muchos enfados y hasta rebeliones personales contra el propio Creador.

Si nos quejamos, es porque no hemos entendido que el motivo de nuestra queja, no es la tarea que realizamos, sino lo poco valorada que está ante los ojos de quienes nos rodean.

Es decir, nos entusiasma la idea de trabajar para la opinión de los demás, para que puedan apreciar nuestra vocación de servicio y además de eso, la calidad del servicio que somos capaces de prestar.

Esto tiene que ver con la vanidad personal y muy poco con la fe!

Quién trabaje para recibir la honra de quienes lo rodean, no está sirviendo a Dios, está sirviendo a su egolatría y a su visión errada de las cuestiones fundamentales.

Tan grave es este problema, que conviene reflexionar profundamente sobre él y sus consecuencias.

Quién se queja en el sentido en que estamos exponiendo, no solamente está errado, sino que además su falta de relación sincera con la Biblia, lo están alejando irremediablemente del Eterno.

Nunca deben ser los hombres los que ponderen o elogien nuestro servicio en una congregación. Nunca. Si algo hacemos en una iglesia es porque el Señor lo ha permitido.

Por tanto hacemos lo que a ÉL le ha placido que hagamos, aunque muchas veces nos olvidemos de esta cuestión esencial.

Ni son los líderes los que nos convocan a trabajar, ni es el trabajo que nos demandan, obra de su propia decisión. Siempre habrá en el final de todo, la Mano Soberana del Supremo.

Por tanto pensemos bien a quién deseamos servir. A Dios o a los hombres.

Diego Acosta

www.septimomilenio.com