No es normal lo que nos está pasando, que vivimos aturdidos por las palabras. Por las nuestras y por las ajenas.
Recuerdo que cuando era niño mi abuela que era una mujer con mucho ingenio para expresarse, decía: No sean tan habladores…un día se van a enredar en sus palabras!
Mi abuela además tenía una notable capacidad para unir un tema con otro y era una interminable cadena de palabras, todo el día y todos los días.
Ella misma no se aplicaba aquello de enredarse con las palabras!
Mi abuelo en cambio no hablaba nunca, salvo que resultara imprescindible. Y él decía: Yo no tengo mucha instrucción, pero tengo la sabiduría del silencio!
Con ellos dos fui aprendiendo lo que significaba hablar mucho y lo que significaba hablar lo necesario. A unos los llamamos locuaces y a otros…aburridos.
Pero con el tiempo comencé a valorar la importancia del silencio, de hablar cuando es necesario, de callar ante lo que resulta una obviedad y de no hablar para escucharse.
Quién habla mucho tiene el riesgo de equivocarse en la misma proporción. Quién habla lo necesario, tiene tiempo de meditar sus propios pensamientos y entonces sus dichos serán apreciados como razonables.
Quienes discrepen con estos razonamientos tienen una referencia inapelable: Cuántas palabras le sobran a la Biblia?
Ni una sola y podemos agregar, que no le sobra ni una coma porque está escrita con la sobriedad de la Sabiduría y por la importancia que el Eterno le concede a todo lo que expresa.
Aprendamos a ser sabios, callemos más y hablemos menos. No nos aturdiremos con nuestras palabras y seremos de ayuda para quienes nos escuchan.
Proverbios 10:13
Diego Acosta / Neide Ferreira