Un anciano recibió un trato tan descomedido como injustificado por los mismos hombres, que casi diariamente se comportaban como sus amigos, pero que inesperadamente dejaron de serlo.
El anciano cuando percibió lo que ocurría, entendió que el maltrato era cosa de hombres y por tanto no reaccionó ni modificó sus actitudes hacia quienes habían obrado de mala manera con él.
Continuó con su forma de actuar, día tras día y entendió que lo único que podía y que debía hacer era orar ante el Dios de sus padres y pedirle que hiciera justicia sobre la situación.
Se encontraba con una gran paz interior porque sabía que había sido fiel con lo que se le había encomendado que hiciera, pero tal vez por su edad, alguien pensó que era mejor apartarlo.
Oró a su Dios con fervor, sin maldecir y bendiciendo a quienes habían obrado de una manera incorrecta contra él, pidiendo y reclamando la Justicia Divina.
Los días pasaron y el anciano tuvo que apartarse de sus tareas según se lo habían indicado. Todo parecía seguir su curso de normalidad, hasta que un día sucedió un hecho inesperado.
El anciano comprendió que la Justicia de Dios había obrado, que la honra que le habían quitado los hombres, le había sido devuelta y era el tiempo de perdonar y no acusar. El anciano sabía que su Dios había respondido a su clamor por Justicia.
Salmos 71:1
Diego Acosta García