En mi lejana juventud aprendí una dura lección, relacionada con la forma en que a veces nos comportamos con las cuestiones importantes.
Envié una carta que podía haber sido especialmente trascendente para mi vida, pues era una oportunidad laboral casi irrepetible.
Pasó el tiempo y nunca recibí la respuesta. Y ocurrió lo impensable: Por una serie de circunstancias tuve oportunidad de conocer a la persona a la que le había dirigido mi carta.
Recuerdo que me miró con un gesto muy singular y me dijo: Ud. era el candidato ideal para el puesto de trabajo que estábamos ofreciendo.
Pero, Ud. cometió algunos errores que nos hicieron pensar seriamente en otras cuestiones vinculadas con su persona.
Ud. cometió errores que si los trasladábamos a nuestro trabajo, hubieran sido muy perjudiciales, a pesar de su capacidad.
Ud. envió la carta con la dirección incorrecta, pero nos llegó debido a la importancia de nuestra empresa y al conocimiento que se tiene de ella.
Ud. además de esa falta, la envió fuera de término por lo que si hubiera estado todo correcto, no la habríamos aceptado por haber llegado fuera del plazo previsto.
Hoy pensando en esa frustrada oportunidad de mi juventud, la traslado a nuestra relación con Dios.
Siempre obramos pensando que ÉL sabe todas las cosas y cuando apelamos a su Omnipotencia, nos equivocamos en lo fundamental: En la dirección de nuestros pedidos.
Y finalmente nos dirigimos a ÉL cuando hemos agotado todas nuestras humanas posibilidades y recién entonces le pedimos que Obre.
La indolencia y la frivolidad, también tienen sus costos!
Lucas 12:20
Pero Dios le dijo: Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma; y lo que has provisto, ¿de quién será?
Diego Acosta / Neide Ferreira