Por considerarlo de especial importancia reproducimos textualmente un comentario editado por el Períodico Clarín de Argentina.
Una reivindicación al pueblo sefaradí, 520 años después
España anunció que otorgará la nacionalidad a los descendientes de los judíos expulsados en 1492. Hay miles de argentinos que pueden ser beneficiados por la medida. El impacto en la comunidad.
Buenos Aires, 1928. A partir del siglo XX, los sefaradíes llegaron desde Grecia, Damasco y Beirut.
No fue más que otro de los episodios de la saga de persecuciones y resistencias que a través de los siglos debieron enfrentar los judíos en todo el mundo: el 31 de marzo de 1492, los reyes católicos Fernando e Isabel firmaron en Granada el edicto de expulsión de España de todos los hijos de David. Sólo había una opción para evitarla: convertirse al catolicismo.
Aquella dolorosa elección entre el exilio y la humillación causó una historia de éxodos, travesías, simulaciones y estrategias de supervivencia religiosa y cultural que, quinientos veinte años después, está a punto de cerrarse sobre sí misma. Bajo un par de burocráticos sellos de la Cancillería y el Ministerio de Justicia, el gobierno de España anunció la semana pasada que le devolverá la ciudadanía española a los descendientes de aquellos desterrados. Miles de ellos viven en Argentina.
Mientras la sombra de la Inquisición se proyectaba sobre Europa, su intérprete en España, Tomás de Torquemada, inspiró el decreto por el cual se establecía un plazo de cuatro meses para “limpiar” de judíos esa tierra.
Muchos partieron hacia la vecina Portugal, porque les permitía mantenerse en contacto con quienes habían aceptado cristianizarse para evitar la hoguera.
El consuelo sirvió de poco: cuatro años después, el rey Manuel I sucumbió a la presión de sus pares españoles y repitió la operación antisemita. Otra vez, a levantar las casas y partir. O a disimular una identidad ancestral bajo el traslúcido ropaje de un bautismo oportuno, un ajuste en la grafía del apellido o el más conveniente cambio de identidad nominal.
Los “judíos conversos” –como los llamaron algunos historiadores– es el título de la exhaustiva investigación del argentino Mario Javier Saban.
En ella se dilucida el camino que llevó a decenas de judíos a mezclarse entre los adelantados y conquistadores de América para licuar las sospechas en su contra, o para mantener viva la llama de su fe lejos del huracán inquisidor. Fue una guerra de posiciones, regada de desconfianzas y traiciones.
En 1580, el portugués Pedro Díaz participa de la segunda fundación de Buenos Aires. Dos años después, fray Francisco de Vitoria, obispo de Tucumán, es denunciado como judaizante: sobre él pesa la duda de que su conversión no fue sincera. La misma duda arrastraba su primo Martín Hernández, hasta que se disipó en el crepitar de una hoguera. Más portugueses sospechosos llegan a Buenos Aires: comerciantes, banqueros y sobre todo médicos. De los primeros 25 que tuvo la ciudad la mitad eran judíos mal disimulados.
Hernando de Lerma, el fundador de Salta, terminó sus días en una cárcel de Madrid. ¿Su delito? “Judío”. El fundador de Córdoba, Jerónimo Luis Cabrera, también tenía sangre hebrea en sus venas: El primer banquero fuerte de la colonia, Diego de Vega, emplazó sus principales negocios sudamericanos en Buenos Aires para evitar el frecuente acoso de la Inquisición en Lima. En 1603 se expulsa de la ciudad a todos los “portugueses judaizantes” que habían llegado de Brasil. Pero como muchos estaban casados con hijas de españoles, sortean la deportación.
El juego del gato y el ratón continuó durante los siglos XVII y XVIII. En una carta destinada al obispo de Buenos Aires en 1766, Juan de Escandon estima que en la ciudad había entre 4.000 y 6.000 judaizantes. Sólo en 1788, tras el permiso del rey Juan Carlos de España para que puedan ingresar al ejército español personas de estirpe judaica, las persecuciones y la hipocresía ceden terreno.
Un año más tarde, la Revolución Francesa inicia la emancipación de todos los judíos europeos. En 1808, José Bonaparte declara la extinción de la Inquisición en España.
Dos años más tarde, en Buenos Aires, la Revolución de Mayo es agitada por una mayoría de descendientes de portugueses judíos. La Asamblea de 1813 y la Constitución de 1853 sellan cualquier hendija legal para la persecución. Pero mientras esto ocurría en América, tras la expulsión de 1492 miles de judíos desterrados de España y Portugal habían buscado refugio en los dominios turcos del Imperio Otomano y otras tierras libres de fanáticos cristianos, como Siria y Armenia.
Con el tamiz de los años y la influencia del mestizaje cultural, aquellos refugiados alumbraron una nueva y muy rica vertiente del judaísmo; la sefardí –o sefaradí según la preferencia de dos escuelas de interpretación distintas–, que identifica a los judíos españoles y sus descendientes.
En su acervo hay un dialecto, el ladino, fruto de la influencia que el español sufrió del hebreo y de otras lenguas habladas en los sitios en donde sus usuarios habían logrado establecerse.
El ladino, que muchos judíos argentinos habrán escuchado en sus casas cuando niños de labios de sus abuelos, también fue sino de discriminación: aunque según el diccionario esa palabra convertida en adjetivo describe a alguien “que actúa con astucia y disimulo para conseguir lo que se propone”, su uso coloquial describe a una persona de la que razonablemente habría que desconfiar.
A partir de este punto se comenta la presencia de los sefardíes en Argentina.
¿Cómo fue que siglos después del solapado arribo de los “judíos conversos” fueron llegando a la Argentina los sefardíes? La investigadora de la cultura sefardí y cantante Liliana Tchukran de Benveniste (ver columna pág. 40) dividió a esa ola inmigratoria en cuatro grupos: los provenientes de Marruecos, de Turquía, de Grecia y los Balcanes y de Siria.
Los primeros barcos llegaron desde Tetuan, Ceuta, Tanger y Arcila, en Marruecos, entre 1870 y 1880. Traían a varones jóvenes, muchos de los cuales se especializaron en el arte del tejido: una labor que señaló el rumbo económico de su comunidad.
Se instalaron en San Telmo, cerca del puerto, y en 1890 ya rezaban en un templo ubicado en la calle Córdoba al 1100. Otros siguieron viaje al interior del país, poblando varias ciudades bonaerenses y pueblos del norte argentino. Con profunda vocación social –durante siglos su patria había vivido en los hábitos y ritos sociales que la recreaban– en pocas décadas se multiplicaron los clubes, sociedades y templos, en uno de los cuales se recibió la visita de un judío de renombre mundial: Albert Einstein. Corría 1920. Las diferentes agrupaciones e instituciones comunitarias sefardíes de origen marroquí se fusionaron en 1976, y dieron vida a la Asociación Comunidad Israelita Latina de Buenos Aires.
La cuantiosa colectividad de judíos que vivía en el Imperio Otomano comenzó a desgajar emigrados sobre el filo del siglo XIX. Empujados por los problemas económicos, la leva para el servicio militar que querían evitar y un creciente clima de inestabilidad política –más la inestimable ventaja que para cualquier sefardí implicaba probar suerte en un país en el que se hablaba castellano– desembarcaron en Buenos Aires miles de vendedores ambulantes, sastres y carpinteros. Se afincaron en el centro, en las calles Reconquista, 25 de Mayo, Corrientes y Paraguay; probaron suerte en Córdoba, Rosario, Tucumán, o en las fronteras arrebatadas a los indígenas en Chaco y Formosa.
En Buenos Aires, alquilaron un salón en la calle Gurruchaga, en Villa Crespo, donde se gestó la “Hermandad Sefaradí”. Sería el primer mojón de muchos otros en ese barrio. Y una vez más: clubes, organizaciones y templos que tejieron una densa trama de sostén social para quienes seguían bajando de los barcos: “Club Social Israelita Sefaradí”, “Asociación Comunidad Israelita Sefaradí de Buenos Aires”, y siguen los ejemplos. Pronto, la actividad y muchos de sus animadores fueron conquistando otro barrio porteño: Flores.
La tercera de las corrientes sefardíes que llegaron a la Argentina –uno de los destinos más importantes del mundo de esta diáspora– llegó desde Grecia. A comienzos del siglo XX desembarcaron grupos provenientes de la isla de Rodas, seguidos por otros de Tesalónica y Kos, que se instalaron en Colegiales, Belgrano y Coghlan. Para entonces ya había estallado la Segunda Guerra Mundial, y Grecia caía bajo dominio de los fascistas italianos.
Unos años antes, en 1908, llegaban a Buenos Aires los primeros sefardíes provenientes de Beirut. Poco después, entre 1910 y 1925 fueron arribando quienes venían de Damasco, y desde 1914 también los de Alepo: todos sirios. La mayoría eran varones que habían dejado a sus mujeres en el desierto oriental. Pronto las reemplazaron por otras locales. La Boca, Barracas y Lanús fueron los barrios elegidos por ellos. Y también Once, donde confluían y se cruzaban judíos de todos los orígenes.
Como muchos de sus paisanos, los sefardíes sirios comenzaron vendiendo mercadería en la calle; luego lograron instalar comercios y, en 1960, los alepinos crearon la “Cooperativa Mayo”, devenida con los años en “Banco Mayo”: el mismo que llegó a presidir el ex titular de la DAIA durante el menemismo Rubén Beraja, quien aún está procesado por su quiebra, en 1998.
Hubo más inmigrantes sefardíes. Vinieron desde varias ciudades que hoy pertenecen a Israel, de zonas persas y kurdas; yugoslavas, rumanas y búlgaras; bosnios, serbios macedonios y uzbekos. Argentina les abrió sus muelles y sus fábricas. Ellos traían sus brazos dispuestos, y valijas más llenas de esperanzas que de pertenencias. También traían una historia sombría de persecuciones que quedaban atrás. Sus hijos y nietos oyeron de ellas. Ahora España les tiende a ellos una mano que busca cerrar aquella vieja herida. Cinco siglos después.