Cuando los años pasan vamos recibiendo los testimonios de personas que se ufanan de sus logros personales, que tratan de exhibir con la mayor complacencia.
Los logros y su naturaleza están determinados por la idiosincrasia de cada persona, pero todos tienen algo en común: Son el resultado de los esfuerzos personales, de los afanes, de las luchas.
Cada uno de estos orgullosos personajes podrá contar como un día tomó una determinación y a partir de ese momento su vida cambió porque tuvo un propósito y un objetivo para perseguir.
Cuando nos cuentan estas auténticas hazañas personales supuestamente siempre nos dicen la verdad, pero es legítimo pensar que detrás de los éxitos siempre hubo personas que fueron derrotadas por nuestros héroes.
Detrás de cada triunfo personal se esconde la derrota de una o de más personas, que carecieron del valor o de la falta de escrúpulos de quienes hoy se exhiben como grandes hombres y mujeres.
Estas personas tienen algo más en común: En su euforia, nunca hablan de Dios, porque seguramente no lo precisan o no lo tienen en cuenta y tal vez también, porque no está a su altura.
Este es el momento preciso en el que cada una de estas personas comienza a correr grandes riesgos. Por qué? Simplemente porque en su euforia se olvidan de quién es el Único Soberano.
Nunca debemos olvidar que todo lo que nos ocurre ha sido permitido por el Eterno y que los más grandes éxitos y también los más grandes fracasos, forman parte de sus propósitos. Olvidarlo puede ser el comienzo de nuestro fin.
2 Corintios 2:14
Diego Acosta García