Es sorprendente como nos afanamos por hablar, por decir en la medida de lo posible siempre la última palabra, de manera de sobresalir por encima de cualquier otra opinión.
Por hablar muchas veces tenemos que arrepentirnos amargamente por las oportunidades perdidas de haber sido prudentes y callarnos y no tener luego que lamentar las consecuencias de nuestros dichos.
Hablar es para la gran mayoría de nosotros una forma de manifestar lo que somos o lo que deseamos ser, es una manera de revelarnos para que se nos entienda y para que se nos conozca.
Por eso a abusamos de los tonos altos o de los gritos, como si levantando la voz pudiéramos reforzar nuestros argumentos o rebatir con más contundencia a quienes nos rebaten.
Pareciera que hemos sido enseñados a no callarnos, que nunca nadie nos ha explicado el alto valor del silencio y por el contrario, se nos ha dicho que el que calla otorga.
Estas semiverdades se oponen a lo que sabiamente nos enseña la Biblia, que nos advierte que hablamos de lo que tenemos en el corazón, por eso tantas veces mentimos, difamamos, tergiversamos.
Reflexionemos acerca del valor del silencio, de la sabiduría que encierra el estar callados, cuando solamente hablaríamos nada más que por hablar. Y pensar siempre, si lo que vamos a decir nos edifica o edifica a los demás.
Salmos 39:1
Diego Acosta García