Hace unos días efectivos del Ejército encontraron en el desierto de Níger los cadáveres de 87 personas y prácticamente en el mismo día el de otras 35, en su abrumadora mayoría niños de corta edad.
La información destacaba que la causa de las muertes era la falta de agua, es decir padecieron la brutal necesidad que llamamos sed y que en este caso resultó decisiva.
Los pocos hombres que murieron, las pocas mujeres que los acompañaban y los muchos niños que iban con ellos, pretendían cruzar el desierto y llegar hasta la frontera con Argelia.
Murieron cuando estaban a unos 10 kilómetros de su objetivo tras atravesar más de 80 kilómetros en inhóspito desierto. Buscaban algo irreprochable para cualquier humano: Tratar de vivir mejor.
Este drama fue rápidamente olvidado porque las imágenes que se pudieron lograr eran tremendas, dado el estado en el que se encontraban los cadáveres.
Seguramente se consideró que esas imágenes podían herir la sensibilidad de quienes las vieran. Es decir, se cuidaba a quién las pudiera mirar sin tener en cuenta las vidas perdidas.
Con esta lógica despiada se mueve la sociedad global de nuestros días, preservando a las mayorías de los impactos visuales que las puedan afectar.
En ejercicio de cinismo que se opone con el Amor y la Misericordia que debemos de tener con el prójimo. No es cuestión de caer en el facilismo de expresar con qué poco podríamos haber ayudado a estos muertos en Níger.
Se trata de cómo ignoramos a quienes sufren lejos de lo que llamamos el mundo civilizado, lejos de la sociedad que se conmueve ante el dolor y que se sobrepone rápidamente, buscando nuevos emociones.
Oremos por nosotros mismos, como miembros de esta sociedad tan descreída como falta de Amor.
Diego Acosta García