Mirando el escaparate de una lujosa joyería no pudimos menos que sorprendernos ante el precio de un collar, los pendientes o aros haciendo juego y por supuesto la pulsera, formando un conjunto de gran impacto visual.
El precio nos liberó del fugaz encantamiento que producen estas alhajas tan llamativas. Ya no eran tan importantes ni el diseño ni la calidad, sino lo que se cobraba por esas joyas.
Más de un millón de dólares!
En realidad no nos llamaba tanto la atención el precio que tenían, sino en pensar que habría personas que pagarían esa fortuna o que se lamentarían de no tenerla para lucirlas en su cuerpo.
Eso, exactamente eso significa vanitas… No solo lucir algo llamativo y obviamente costoso, sino también algo que despierte además de admiración ese sentimiento tan peligroso que es la envidia. Y en este caso la envidia de muchos.
Haciendo un mundano ejercicio mental, nos imaginamos quién sería la mujer que pudiera comprar esas tres joyas por más de un millón de dólares. Que sentiría, que pensaría, que interés tendría de exhibirlas lo más prontamente posible.
Esto nos trajo a la memoria de un cuadro impresionante que se pintó a comienzos de 1.600. En él se representa la macabra importancia de la vanitas, por lo efímera e intrascendente que resulta.
No caeremos en el facilismo de pensar cuántos niños podrían comer con ese dinero de las joyas. Por el contrario, nos centramos en reflexionar en lo que Dios ha establecido en su Palabra.
La vanidad, tan efímera e inútil, como la vida de muchas personas que se niegan a conocer a Dios!
Eclesiastés 1:8
Diego Acosta
Música: Neide Ferreira