Por considerarlo de especial interés, reproducimos el comentario publicado en el diario EL PAIS, de España.
La estrategia del horror
Autor: Ramón Andrés
Acostumbrados a la victoria, nuestro narcisismo solo puede contemplar el horror con una renuncia del dolor de cada uno y observar lo terrible con más sorpresa que daño. El obsceno ametrallamiento en la mina sudafricana de Lonmin Platinum, donde más de treinta mineros fueron abatidos por la policía en unos segundos; el gas sarín de Al Assad, que hizo del barrio de Guta, en Damasco, una balsa de cadáveres; las fosas de Ucrania; los aviones civiles borrados en pleno vuelo, en fin, las matanzas de escolares a manos de un fanático o la locura mortal de la isla de Utøya no parecen suficientes. Tampoco las recientes salpicaduras de las decapitaciones de periodistas, filmadas con un fondo desértico que tiene más de premonición que de paisaje, no llegan ni a mancharnos la ropa.
Causa asombro el rápido tránsito de nuestro metabolismo moral, cuya función permite devorar cualquier monstruo. Quizá este estómago de Occidente pueda explicarse por la infantilización de una sociedad bien parapetada entre los algodones que pusieron algunos espíritus mesiánicos, con Rousseau a la cabeza, creyendo que instauraban la Modernidad, para que no nos rasguñáramos con las aristas de la realidad. Al repasar las primeras ediciones ilustradas de su Emilio, todavía más endulzadas en el siglo XIX, veremos una galería de errores y complacencia.
Tal vez, también, esa voracidad pueda justificarse por unas revoluciones decimonónicas que tuvieron más de venganza que de propuesta política. Luego vinieron las dos guerras mundiales, que trajeron el vocerío de unas democracias que, desde los estrados, han lanzado comida abundante a la muchedumbre, promesas de seguridad sin límite, comodidad perpetua, utopías hacia los dominios de un mundo indoloro y, sobre todo, el material suficiente para que construyamos un individualismo que acaba en sordera, en aislamiento. De manera que el cuerpo de los degollados James Foley y Steven Sotloff, o la del último asesinado, el periodista francés Hervé Gourdel, pasará a ser únicamente una imagen, la instantánea de un caído, uno más, no importa si a causa de un explosivo colocado en un vagón de metro o precipitado por las ventanas de las Torres Gemelas, borradas ya de las películas que fueron rodadas poco antes de aquel 11-S, como si Hollywood tuviera potestad de desdibujar el cielo y darnos otro de repuesto con un azul mentiroso.
Sí, cabría hablar de una anestesia inoculada lentamente para que a la población se le nuble la vista y no pueda ya reparar en la demolición a la que está sometida la capacidad de pensar; el deterioro del juicio, la obturación de la voluntad. Al fin y al cabo, el final de la posmodernidad, con su ideario que ha tendido a domesticarlo todo, no ha dejado más que sucedáneos, es decir, simulacros, diseño de lo ya diseñado mil veces, abundancia y aburrimiento, repetición, inquebrantable fe en lo “personal”, en el criterio “propio”, y, sobre todo, miedo, mucho miedo.
Las cabezas rodantes de los periodistas, las recientes mutilaciones perpetradas por los yihadistas en Tombuctú, los boquetes de Gaza, la proliferación de drones, gloria del ingenio estadounidense o, en su defecto, los Vimpel R-37 rusos no bastan. Nada parece suficiente para que estalle esta cámara aislante donde una civilización entera parece mirar siempre hacia otro lado, convencidos de que somos los mejores, mientras recorren las calles casi cuarentones tatuados en skate; gentes disueltas en pantallas de móvil, cuya seducción ha sido capaz de hacer hincar la rodilla a toda una sociedad; universidades atestadas de clientes, no ya de estudiantes; medios de comunicación que fomentan nuestro exilio en el mundo; planes de estudio de donde no saldrá combustible, sino grasa animal para aceitar la gran máquina.