Asistí a un casamiento celebrado en una iglesia evangélica en la ciudad donde vivo, que fue un reencuentro con las cuestiones profundas de la fe.
Al margen de los condicionantes del idioma, las costumbres y hasta de la formalidad que caracteriza a esta ceremonia, fue preciosa por su sencillez y elocuencia.
No hubo ninguna apelación a los sentimientos ni tampoco transigencia con la emotividad propia de lo que estaba habituado a ver.
Todo fue diferente pero profundamente inspirado por lo dictaminado por Dios para la unión entre un hombre y una mujer, única forma de matrimonio posible entre los seres superiores de la Creación.
Lo más trascendente de todo no fue la fórmula sacramental, sino el mensaje dirigido a cada uno de los contrayentes.
Al hombre se le recordó el supremo mandato que recibía para cuidar, respetar y honrar al vaso frágil hasta el fin de sus días.
A la mujer su condición de sostén de la familia, ayudando a quién tiene la responsabilidad de dirigirla, guiarla y enseñarla, como sacerdote del nuevo hogar.
Juntos, la alta misión de ser fieles el uno con el otro, para soportar la adversidad y para gozarse en la alegría, considerando que el lazo matrimonial debe ser indestructible.
La fórmula para que la esposa diga su sí es tan contundente como lo es para el esposo, para que toda la congregación reunida, escuche con el valor testimonial que tiene el reconocimiento público de la aceptación del mandato de Dios.
Puedo decir que me he reencontrado con el matrimonio entre un hombre y una mujer, con la esencia misma de lo dispuesto por el Eterno. Ha sido un día de alegría, serena y plena de contenido.
Génesis 2:23
Diego Acosta / Neide Ferreira