¿Quién sería yo?
Leyendo el Libro de Mateo he sentido como nunca una gran tristeza. Jesús no desperdició ni un solo momento. Él pasaba de una orilla a la otra, de una ciudad a otra ciudad, de una casa a otra, de un milagro a una liberación. Así fue completando su tiempo de ministerio en ésta tierra, sin dejar de predicar, de enseñar y de formar a los discípulos que tendrían que realizar la Gran Comisión, además realizando milagros y prodigios.
Fueron muchos los ojos que lo vieron, muchos los que buscaron su favor, otros le siguieron, todos querían ver quién era el que hacía tales cosas. Unos se maravillaban y otros le criticaban, le juzgaban e intentaban encontrar una excusa para poder prenderle.
Muchos que recibieron sanidad se fueron y no sabemos qué pasó con ellos, algunos volvieron a agradecerle, otros quisieron quedarse con Él, otros se fueron testificando de lo que había hecho con ellos.
Llega un momento en el que Él comienza a preparar a los suyos para la separación, sabe que tiene que partir y que van a sufrir, pero ellos no lo entienden y así comienzan las últimas horas más terribles que pueda vivir una persona. Jesús sabía que iba a ser entregado, más bien, vendido por unas pocas monedas y por uno que había caminado a su lado y que otro de los suyos le iba a negar. Fue maltratado, azotado, escupido, crucificado, todo, en la más absoluta soledad.
¿Donde estaban todos los que habían sido sanados, liberados, los que habían sido alimentados de forma milagrosa? Donde se encontraban los que corrían a escuchar sus enseñanzas? Estaba solo. Lo único que Él había preparado para ese momento fue su corazón. Antes de ser apresado se refugió en los brazos del Padre y postrado oró: ¡Padre mío si no puede pasar de mi ésta copa sin que yo la beba, hágase tu voluntad! Sabía que las próximas horas serían críticas.
Algunos ante estas escenas siempre culpan a los mismos, pero yo no puedo dejar de pensar: Quién habría sido yo? Podría haber sido el que le entregó con un beso, podría ser el que le negó, quizás el soldado que le prendió, sería uno de los que gritaba: ¡que le crucifiquen, que le crucifiquen! También podría ser el soldado que le acercó el vinagre para mojar sus labios…¿Quién sería yo?
¿Donde estaban todos los que habían visto todo lo que Él hizo y decían que era el Mesías? ¿Es posible que solo se escucharan las voces de los que le condenaban y que nadie le defendiera? Si, ya lo sé, ese era el plan. Tenía que ocurrir así para que yo pueda hoy decir que su sangre me compró y que soy salva, pero no dejo de pensar que hay muchos hoy que después de haber recibido el milagro, de haber gozado de su favor, de nuevo le venden, le vuelven a subir a la cruz.
Siento que la historia se repite demasiado a menudo.
Lourdes Díaz – España