El tema de la envidia es uno de los más citados todas las veces que se desea hablar de los problemas que tenemos los seres humanos.
Hablamos y hablamos, pero nunca profundizamos en dos cuestiones fundamentales. Que significa verdaderamente la envidia y qué es lo que la provoca.
Por definición deberíamos de tener conciencia que estamos frente a un sentimiento de tristeza o tal vez de pesar, por algo que otra persona tiene y nosotros no. Es el deseo profundo de poseer algo que otra persona tiene y del que nosotros carecemos.
Desear emular a otra persona es lo que lleva a nuestro corazón directamente hacia la envidia. Y como seguramente todos sabemos la envidia es un sentimiento corrosivo, dañino, que nos puede llevar a cometer las acciones más insospechadas y deleznables, por cierto.
Lo más grave es que no solo estamos hablando de bienes físicos, sino quela envidia nos asalta en cuestiones relacionadas con el trabajo, con el supuesto éxito, con la notoriedad que otras personas tienen y nosotros no.
Pero que es lo que ocasiona la envidia?
Que es lo que provoca que de golpe nuestro corazón sufre un impacto y nos desequilibra y altera, hasta un punto inimaginable.
El Señor nos ha mostrado que lo que provoca esta reacción y nos lleva a la envidia, no es otra cosa que nuestro orgullo dañado.
No aceptamos que el prójimo tenga mejores bienes que los que yo poseo, ni que tenga un trabajo mejor que el mío, ni que su ministerio sea más reconocido que el mío.
El orgullo herido nos hace perder de vista cuestiones fundamentales como la capacidad de la otra persona, su esfuerzo, su dedicación, su entrega. Todo eso lo soslayamos y nos centramos exclusivamente en lo que vemos, en lo que está frente a nuestros ojos.
El orgullo nos lleva a la envidia, porque una vez que ha resultado herido necesita una compensación, que no es otra cosa que poseer lo que ha provocado el daño.
Y en este punto la mezcla del orgullo herido y la envidia, no tiene límites y somos capaces de hacer cualquier cosa por lograr lo que el otro tiene. Y si no lo conseguimos somos capaces hasta de maldecirlo, de desearle fervorosamente el mal.
Y nos olvidamos lo esencial: Que todo lo que somos, que todo lo que poseemos dependen exclusivamente de la voluntad Soberana de nuestro Dios.
Recordemos a Santiago 3:16: Porque donde hay celos y contención, allí hay perturbación y toda obra perversa!
Diego Acosta