Nada hay más destructivo para las relaciones personales que una contienda no resuelta en el momento adecuado y que por el contrario se alienta con nuevos hechos.
Generalmente esto ocurre cuando permitimos que el orgullo domine nuestros sentimientos más primitivos y a partir de eso, todo se vuelve más hostil y peligroso.
Recordamos los tremendos daños que provocó una situación de contienda en una congregación, cuando dos hermanos se enfrentaron y nadie fue capaz de intervenir para resolver la situación.
Hay quienes piensan que este tipo de hechos los resuelve el tiempo, porque va borrando las aristas y finalmente llega la calma tras la tormenta.
Pero esto no siempre ocurre y es a partir de entonces cuando los hombres enfrentados comienzan a tener aliados de sus posiciones y se genera el daño en el seno mismo de la Iglesia.
Lo mismo ocurre cuando en las familias se dejan pasar las oportunidades de hablar con claridad y con mesura para aliviar tensiones y encontrar el necesario equilibrio.
Las contiendas le facilitan al enemigo de nuestra fe su obra destructora, porque la animosidad corroe el corazón y lo impregna hasta llegar al odio que es el punto máximo de la disputa.
Seamos sabios y no dejemos que las palabras que no deseamos decir salgan de nuestra boca de una manera descontrolada, provocando rupturas muchas veces irreparables. No es esto lo que predicó Jesús!
Proverbios 18:19
Diego Acosta García