CONGREGACIÓN
SÉPTIMO MILENIO
Los hombres nos hemos dado una cadena de certezas con las que vivimos, dándonos un margen de una cierta seguridad.
Nada nos resulta definitivamente seguro, pero nos hemos rodeado de cosas y de circunstancias, que nos alivian desde la perspectiva de la incertidumbre.
Quizás fuera por eso que los israelitas cuando abandonaron el cautiverio de Egipto se quejaron a Moisés de lo que les estaba sucediendo en el desierto.
Habían perdido la falsa seguridad con la que vivían y se encontraban frente a un grandioso episodio de sus vidas, pero que sin embargo los alteraba.
Reclamaron incluso con injusticia y hasta negando la verdad. Si ellos mismos habían pedido al Supremo que los liberara del yugo egipcio, por qué reclamaban volver al sometimiento?
Si nos acercamos desde una perspectiva personal a estos episodios narrados en el Libro de Éxodo, podremos advertir que hay muchas similitudes para analizar.
Es curioso como las cuestiones de la fe quedan de lado cuando se nos altera lo que consideramos la seguridad, la tranquilidad, la comodidad.
Es como si nos dijéramos: La Fe está muy bien, pero para este momento de mi vida estoy precisando otra cosa, algo que me devuelva esas certezas que me tranquilizan.
Y nos olvidamos de todo lo malo que ocurrió en nuestro pasado y de donde fuimos rescatados para darnos una nueva vida y lo más trascendente: La vida Eterna.
Incluso, confiamos en cosas que nos deberían abochornar porque revelan hasta que punto podemos llegar a caer en la idolatría de las cuestiones mundanas.
Pensemos: Cuando salimos a cumplir con nuestras obligaciones, no dudamos ni por un momento que tendremos el servicio del transporte público, que nos llevará hasta donde debemos ir.
De eso no dudamos, pero si somos capaces de dudar de quién nos ha dado la Salvación al no confiar ni en su provisión ni en su cuidado.
Jesús puede decirnos: Hombres de poca fe!
Y deberíamos aceptarlo sin ninguna clase de excusas porque es absolutamente real y verdadero que perdemos ante la menor dificultad, la confianza en quién todo lo puede, todo lo sabe.
Debemos humillarnos delante del Eterno y pedir perdón por nuestras actitudes y sobre todo, por hacer depender el grado de nuestra fe de las cuestiones mundanas.
Diego Acosta