Por una simple experiencia física podemos comprobar que si tenemos el puño cerrado, difícilmente nos podrán sacar algo que tengamos encerrado en nuestra mano.
Casi podemos tener la seguridad que eso que conservamos tan celosamente no estará al alcance de nadie. En otras palabras: si tenemos el puño cerrado nadie nos podrá quitar nada.
Esta seguridad se confronta con otra realidad. Si tenemos el puño cerrado nadie, aunque quisiera, nos podrá dar nada. Por nuestra propia decisión estamos evitando que alguien por amor, por misericordia, por gratitud o por afecto nos pueda dar algo.
La actitud del puño cerrado también revela que nos estamos guardando aquellos dones o talentos que recibimos, no para que los disfrutemos personalmente o en la intimidad, sino para que sean una bendición para quienes nos rodean y más específicamente para la congregación a la que pertenecemos.
Abrir la mano supone no solo ser generosos con lo que ya hemos recibido por gracia, sino que también nos estamos brindando la oportunidad para que nos sean dados nuevos dones y ser bendición para los demás.
Meditar sobre esta cuestión nos llevará a conclusiones que impulsarán nuestra vida espiritual hacia otra dimensión, nos hará crecer y nos permitirá poner en práctica las enseñanzas del Apóstol Pablo. Abramos nuevas manos para dar con alegría y para recibir con agradecimiento.
Mateo 10:8
Diego Acosta García