Hace unos días le conté a un amigo lo que me había ocurrido, mientras regaba las flores del balcón de mi casa.
Mientras fui y volví tres o cuatro veces trayendo el agua, en uno de esas idas y venidas me sorprendí por el delicioso olor a tierra mojada que se podía percibir.
Además de apreciar como las plantas que adornan el pequeño jardín, crecen animadas por ese elemental cuidado de regarlas.
Mi amigo me escuchó y me miró sorprendido y me dijo…Y eso te llama la atención? No te ofendas, pero como te puedes sentir admirado por semejante tontería?
No me ofendí y decidí contestarle con un gesto, para no darle más importancia al asunto. Y allí terminó el diálogo.
Terminó, pero no lo que pensaba sobre lo que había sucedido. Me faltó decirle a mi amigo que en ese momento había dado gracias a Dios por ser capaz de darme cuenta de lo que había pasado.
Será que estamos perdiendo la capacidad de valorar las pequeñas cosas?
Pensando en mi amigo y su extrañeza por lo que le contado, confieso que sentí tristeza porque en su duro mundo estas cosas en lugar de ser bonitas, son un síntoma de flaqueza o de debilidad que nadie se puede permitir.
A pesar de eso, estoy convencido de que así son las cosas de Dios. Sencillas y directas, sin grandes complicaciones, salvo las que nosotros mismos creamos.
Si soy su hijo, me debo comportar como tal. Sirviendo, por ejemplo, en algo tan simple como regar una planta y recibiendo la pequeña y fugaz paga de ver flores y el delicioso olor de la tierra mojada.
Isaías 40:8
Diego Acosta / Neide Ferreira