SÉPTIMO MILENIO: DIOS Y LA INMIGRACIÓN

 

 

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La cuestión de los inmigrantes tiene constante actualidad a raíz de los continuos movimientos que se producen, muchas veces con tremendas pérdidas de vida.
Por citar los más recientes y los más notorios, los sucesos ocurridos ante las vallas de seguridad levantada en la ciudad española de Melilla en su frontera con Marruecos, en el norte de África.
Tampoco son fácilmente olvidables los gravísimos sucesos vividos en la isla de Lampedusa en Italia. Y tampoco es posible olvidar los continuos movimientos de refugiados en África, a causa de las distintas guerras.
Tal vez estas menciones quedarían incompletas si ignoramos el drama asombroso de los refugiados de la contienda en Siria, que en su avance principalmente hacia Jordania han desencadenado otro gran problema de asistencia humanitaria.
Con todo lo doloroso que resulta este enumerado de los movimientos migratorios, no deja de sorprendernos la ignorancia con la que se maneja este tema desde la perspectiva bíblica.
En la Palabra de Dios se hacen repetidos llamados a cuidar de los extranjeros, lo que evidencia de la necesidad que tenemos los hombres de cuidar de nuestros semejantes.
No es nada nuevo el movimiento migratorio, como tampoco puede sorprender el cuidado y el Amor que Dios tiene por quienes deben abandonar sus lugares de nacimiento.
Por tanto la responsabilidad que tenemos como creyentes hacia los inmigrantes es tan grande, como el compromiso que el propio Dios ha establecido con ellos.
Estas reflexiones no están dirigidas a que ocupemos el lugar de Dios, sino para a partir de ese Amor, ser partícipes de los problemas de los extranjeros, cualquiera que sean sus circunstancias.
En Europa se están viviendo tensiones crecientes con los extranjeros, que puedan estar anunciando medidas desproporcionadas con relación a la inmigración.
Como creyentes que somos debemos estar comprometidos en la defensa de los inmigrantes, de los extranjeros. Esta actitud forma parte del compromiso que asumimos cuando comenzamos a ser hijos de Dios.

Diego Acosta
www.septimomilenio.com

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