Nunca dejará de sorprendernos la enorme capacidad que tenemos de acusar a nuestros semejantes, en cualquier lugar, por cualquier circunstancia, por cualquier causa.
Faltaría agregar que la mayoría de las veces acusamos sin pensar muy bien si verdaderamente tenemos razón para hacerlo, como si acusar fuera un derecho adquirido desde nuestro nacimiento.
Es muy penoso comprobar cómo reaccionamos airados ante el menor problema que nos pueda afectar, ya sea porque nos sentimos ofendidos, agraviados, humillados o simplemente, también acusados.
Cuando acusamos nos olvidamos de varias enseñanzas recibidas, que nos deberían hacer reflexionar acerca de lo que estamos haciendo, pero en lugar de arrepentirnos nos justificamos con nuevos argumentos.
No cabe la menor duda que cuando acusamos es lo que tenemos en nuestro corazón, porque donde hay ira, indignación o tal vez hasta odio, evidentemente no puede haber ni amor ni misericordia.
Sabemos que se perdonaron todos nuestros pecados. Todos. No hay pecado tan grande que no nos pueda ser perdonado por Dios. Pero sin embargo, somos capaces de acusar ante el más ínfimo de los hechos.
No olvidemos que así como juzguemos seremos juzgados, que si nuestro juicio es brutal con esa misma medida seremos llevados a juicio. Acusar es fácil, lo difícil es obrar con el mismo amor con el que fuimos perdonados.
Eclesiastés 3:17
Diego Acosta García