CONGREGACIÓN
SÉPTIMO MILENIO
La Biblia nos enseña que Dios confunde la mente de los hombres, para que no nos vanagloriemos de nuestra propia sabiduría.
Esta Verdad tiene su plena vigencia cuando recordamos uno de los momentos culminantes del Ministerio Terrenal de Jesús.
Uno de sus discípulos acuerda entregar a su Maestro a cambio de 30 denarios, una cantidad relativamente modesta, que revela la codicia y a la vez la miserable condición de su corazón.
En el Evangelio de Mateo, se nos revela el momento de cómo Judas se llega hasta el Hijo del Hombre y lo saluda y lo besa.
En aquellos tiempos llamar Mestre a un hombre significaba reconocerle su Autoridad y el beso ejemplificaba la consideración que se tenía por ÉL.
Judas era plenamente consciente de lo que estaba haciendo.
Jesús, aún sabiéndolo todo por ser Dios le preguntó: A qué vienes?
Y lo llamó: Amigo…!, Mateo 26:50.
Llamaríamos amigo a alguien que sabemos tiene el propósito de traicionarnos? Y más aún: Lo llamaríamos amigo luego de haber consumado su traición, como hizo Judas con su beso?
Seguramente no!
Y por qué lo hizo Jesús?
Porque aún cuando era absolutamente conocedor de la intención de quién era su discípulo, le dio todavía una oportunidad.
Para qué?
Para que se arrepintiera, para no cambiar la profecía de que sería entregado a cambio de dinero. La traición ya estaba consumada cuando le llamó Amigo.
Jesús hasta el último momento tuvo Misericordia por el hombre que se estaba condenando a sí mismo, tanto, que Judas se ahorcó.
Esto nos demuestra que muchas veces aún teniendo la oportunidad del arrepentimiento y el perdón, lo desechamos por nuestra soberbia y altivez.
En cambio Pedro, que también traicionó a quién vendrá como Rey, lloró amargamente cuando lo hubo negado tres veces.
Y así como Judas desechó ese llamado final sintetizado en la palabra amigo, Pedro se arrepintió con su llanto, buscando el perdón.
Puede que a los hombres nos resulte incomprensible llamar amigo a alguien que nos traicione, pero esto nos lleva a pensar que nunca debemos desechar a nadie. Por grande que haya sido su maldad.
Esa Misericordia que brindamos, puede que un día nosotros mismos la necesitemos.
Diego Acosta