Hay palabras cuyo significado diluimos con la repetición de su uso.
Una de ellas es… la maldad.
Siempre me he permitido dividir la cuestión de la maldad, en dos grandes partes. Una es la de quienes la realizan obteniendo algún tipo de beneficio.
Otra y en mi opinión la más grave, la que se realiza simplemente con el propósito de causar daño, no teniendo ninguna clase de rédito por su acción.
Hay también otra gran división. Cuando la maldad me es ajena o cuando me afecta en forma directa.
Precisamente en este último caso me he encontrado, cuando una sofisticada forma de maldad afectó mi trabajo y más que eso, mi servicio al Señor.
Confieso que me desconcertó porque en el momento de ser comprobado el hecho, no percibí cuál era la intención de alguien que en principio no obtenía ninguna ventaja con su obrar.
Más tarde, con más serenidad comprendí lo que había ocurrido y aquello que pensaba que había sido un episodio sin sentido, lo tenía de una manera superlativa.
Y comprendí algo más: La maldad me afectó de la misma manera que puede afectar a otros hombres y mujeres, que están sirviendo al Dios Todopoderoso.
Precisamente, cuando más grande sea el servicio y menor la falta de beneficios personales, mayores serán las posibilidades de recibir los ataques.
Servir al Eterno, más concretamente servirlo sin servirnos, es una misión que despierta en algunos hacedores de maldad los sentimientos más bajos y primitivos.
Pero, no debemos olvidar que el Soberano prometió estar a nuestro lado SIEMPRE. Más aún, en la hora de la maldad…
Salmo 34:21
Matará al malo la maldad,
Y los que aborrecen al justo serán condenados.
Diego Acosta / Neide Ferreira