EL RIESGO DEL CONSEJERO

CONGREGACIÓN
del SÉPTIMO MILENIO

Pero Ahitofel, viendo que no se había seguido su consejo, ensilló su asno, se levantó y se fue a su casa en su ciudad; y después de poner la casa en orden, se ahorcó. Así murió, y fue sepultado en el sepulcro de su padre. 2 Samuel 17.23

Cómo debemos actuar cuando otros no aceptan nuestros consejos? Para entender bien el dramático final de esta historia necesitamos considerar el lugar que ocupaba Ahitofel entre los consejeros del rey. No hace falta deducir nada del texto, pues el mismo historiador nos dice que «el consejo que daba Ahitofel era como si se consultara la palabra de Dios, tanto cuando aconsejaba a David como a Absalón» (2 S 16.23). Este hombre no solamente era una persona con una evidente gracia de Dios para aconsejar en los problemas más complicados. Era, además, una persona que durante una larga trayectoria se había acostumbrado a que los hombres más poderosos de la nación lo consultaran en todo. El pueblo y los funcionarios lo tenían en alta estima.
Llegó, sin embargo, el día en el cual el usurpador del trono, Absalón, decidió desatender el consejo de Ahitofel. Su decisión se basó en el consejo de otro hombre, Husai. A Absalón le pareció mejor este segundo consejo, y descartó la palabra que le había dado el hombre que durante años había dirigido los pasos de David. En un sorprendente desenlace, Ahitofel volvió para su casa, puso en orden sus asuntos, y se quitó la vida.
Ser escuchado como consejero tiene cierto efecto intoxicante en nosotros. Cuánto más nos escuchan, más propensos somos a creer que nuestro aporte ha sido muy importante para la resolución del problema. Cuando nuestra trayectoria como consejeros es extensa, siendo muchos los que han acudido a nosotros para recibir sabiduría, no ha de sorprendernos la facilidad con la cual se instala en nosotros la idea de que nuestra participación en toda decisión es indispensable.
La naturaleza de un consejo, no obstante, es precisamente que se ofrece en calidad de sugerencia, no de mandamiento. Algunos piden que compartamos con ellos nuestro parecer en cuanto a determinada situación, porque aprecian el aporte que podemos hacer. Pero ninguno de los que acude a nosotros, como líderes, está obligado a hacer lo que nosotros aconsejamos. La buena consejería se construye sobre esta premisa: el respeto absoluto por la libertad que tiene la otra persona para tomar sus propias decisiones (y también para acarrear las consecuencias de ellas).
¿No es así el trato de nuestro Padre Celestial con nosotros? ¡Él puede ser, en ocasiones, sumamente persuasivo! Pero todo el misterio de nuestra relación con Dios gira entorno del hecho de que Él respeta nuestra libertad de elección. Richard Foster declara que «Dios nos concede perfecta libertad porque Él desea criaturas que libremente escogen tener una relación con Él… Relaciones de este tipo nunca pueden ser manipuladas o forzadas». De la misma manera, un consejero sabio hace el regalo más precioso a las personas que lo escuchan cuando les da libertad de aceptar o rechazar sus consejos.

Pr. José Gilabert

www.septimomilenio.com

CUANDO LA DISCIPLINA DESTRUYE

CONGREGACIÓN

SÉPTIMO MILENIO

6 Le basta a tal persona esta reprensión hecha por muchos;7 así que, al contrario, vosotros más bien debéis perdonarle y consolarle, para que no sea consumido de demasiada tristeza.8 Por lo cual os ruego que confirméis el amor para con él. 2ª Corintios 2:6-8

En la iglesia en Corinto había una persona que había cometido un error. La disciplina es una herramienta efectiva para conseguir el fin de mejorar o de corregir hábitos perjudiciales, aunque tenemos que admitir que ésta tiene muy mala fama y se considera como una herramienta represiva e incluso se la utiliza de forma inadecuada, perdiendo así su efectividad. Por eso aquí, en este pasaje se hace necesario que Pablo corrija la severidad en el trato que había recibido esta persona. La razón es que toda corrección tiene como objetivo restaurar al caído y ayudarlo a volver a caminar de la manera adecuada y beneficiosa para él.
Existe en nosotros, sin embargo, la tendencia de acompañar nuestros esfuerzos por disciplinar con una buena dosis de ira o rencor. ¿Cuántas veces, como padres, hemos sido excesivamente duros con nuestros hijos, porque no actuamos en el momento indicado? Nuestra paciencia no fue paciencia sino negligencia, y permitió que se acumularan sentimientos de saciedad y rabia. Cuando llega el momento de corregir, lo usamos también para descargar todo nuestro disgusto sobre nuestro hijo. La presencia de estos elementos anula el beneficio de la disciplina porque utiliza un espíritu incorrecto.
De la misma manera, en otros ámbitos la disciplina frecuentemente es prolongada por un espíritu de dureza hacia el infractor. Se le somete a humillaciones innecesarias y muchos optan por tener el menor contacto posible con esa persona. No obstante, la disciplina es una experiencia sumamente positiva para la vida de los que anhelan un adecuado crecimiento como persona. Por medio de ella podemos ser corregidos y encaminados correctamente, y quisiera recordar que la vara que se le adjunta a un árbol plantado, no es para golpearlo, sino su propósito en marcarle una dirección y guía hacia un correcto crecimiento. También debemos admitir que es algo sumamente desagradable; no nos gusta ser disciplinados. Nos sentimos agredidos y nuestro orgullo inmediatamente comienza a florecer y tendemos a justificarnos. Nos puede producir tristeza y desconsuelo que, de prolongarse, podría tener repercusiones serias, dañando nuestro estado emocional, produciéndonos el efecto totalmente contrario al deseado. Sabiendo esto, Pablo anima a que no «cargue» con demasiada tristeza a la persona disciplinada. El deseo es que la persona no sea enterrada y hundida por nuestra actuación, porque la disciplina perdería su sentido.
Descubramos que nos mueve a corregir a alguien, llamarle la atención, disciplinarlo o amonestarlo, llámalo de la forma que quieras, pero antes de proceder seamos sinceros y preguntémonos que sentimos por esa persona, podremos determinar si en realidad deseamos que mejore en lo personal, que haga las cosas correctamente para su bienestar y el de todos o simplemente es un asunto de imposición, reconocimiento de autoridad y en el peor de los casos solo para humillar y satisfacción propia.
En lugar de esto Pablo anima a «reafirmar el amor» hacia el caído. El poder que más transforma la vida de otros es el que proviene del amor. La disciplina corrige, pero es el amor el que cala hondo en el corazón y lo abre a las experiencias transformadoras.

«El lugar más solitario del planeta es el corazón humano al que le falta el amor». Anónimo.

Pr. José Gilabert

HABLAR ES PLATA, CALLAR ES ORO

CONGREGACIÓN

SÉPTIMO MILENIO

Santiago 3:5-6
5 Así también la lengua es un miembro pequeño, pero se jacta de grandes cosas. He aquí, !cuán grande bosque enciende un pequeño fuego!
6 Y la lengua es un fuego, un mundo de maldad. La lengua está puesta entre nuestros miembros, y contamina todo el cuerpo, e inflama la rueda de la creación, y ella misma es inflamada por el infierno.

Era un experto en repetir las habladurías que llegaban a sus oídos. “Lo malo no es, dijo el maestro, que las repitas, sino que cada vez lo hagas con mayor maestría”.
La lengua es un miembro pequeño, pero puede mucho. Es cierto, con la lengua damos vida o matamos, ponemos alas en el otro o lo hundimos. La palabra es creativa o destructiva, según se la use.
Una palabra agradable, dicha en el momento oportuno, ilumina toda la existencia y ayuda a caminar. La palabra sabia orienta; la palabra cariñosa levanta y da ánimo; la palabra amorosa es fuente de energía y de bendición. Basta una sola palabra de vida para que la sanidad ocurra al instante en quien la escucha.
Basta, sin embargo, una palabra hiriente para que el veneno del odio y el resentimiento aniden en el corazón. Basta una sola palabra para crear discordia, para destruir una vida, para matar el amor.
Hablar es muy fácil; saber callar ya es algo más serio, requiere prudencia y dominio. Saber hablar a tiempo, en el momento oportuno, es salvación para quien necesita esa palabra de vida; saber callar cuando la otra persona no está preparada para recibir un consejo o un reproche, es sabiduría que no tiene precio.
De la vida de Cristo me llama la atención, precisamente, el uso que hace de la palabra. Fue sincero, leal, acostumbrado a llamar a las cosas por su nombre. Llamó al pan, pan y al vino, vino. Con sencillez enseñó a los discípulos a decir sí o no, según lo exigía la pregunta.
La palabra del Maestro fue amable, penetrante y convincente. Con ella, sanaba, levantaba, animaba y bendecía. Pero también con su palabra denunciaba la ceguera, la hipocresía, el mal. Él supo hablar para hacer el bien y supo callar ante las infamias y atropellos que le hicieron. Con su palabra encendía corazones y con su silencio desconcertaba al enemigo.
¿Cómo usamos la palabra?
Hay muchas personas que usan la lengua para hablar orgullosamente de sí mismos y mal de los otros. Hay quienes, como víboras, cada vez que abren su boca, arrojan veneno y muerden a los demás. Pero también lo hay que usan la palabra para consolar, para restituir la fama de los otros, para aclarar chismes, para hablar bien del prójimo y mejor aún de Dios.
Si esto sucede con el hablar, lo mismo acontece con el callar. Hay personas que callan por cobardía, por quedar bien, por no comprometerse. Hay personas que tienen la obligación de hablar, de denunciar la injusticia y la opresión, y callan e imponen, a su vez, un silencio sepulcral a los demás. Hay personas que se pasan toda la vida callados, simplemente por miedo, por cobardía, porque es más fácil, porque no tienen nada que decir. Sin embargo, los hay valientes que callan ante los defectos del hermano o cuando hablan bien de sí mismos o cuando son calumniados e injuriados.
Es importante aprender a hablar y a callar. Es una asignatura pendiente que tenemos todos los humanos.

Proverbios 16:23-24
23 El corazón del sabio hace prudente su boca, Y añade gracia a sus labios.

24 Panal de miel son los dichos suaves;Suavidad al alma y medicina para los huesos.

Proverbios 17:27-28
27 El que ahorra sus palabras tiene sabiduría; De espíritu prudente es el hombre entendido.
28 Aun el necio, cuando calla, es contado por sabio; El que cierra sus labios es entendido.

Pr. José Gilabert

www.septimomilenio.com