QUE ES EL ESPÍRITU?

EL ESPÍRITU SANTO

Integra la Santísima Trinidad, junto al Padre y al Hijo. Comparte la condición de Eterno y es fundamental en la vida de los seres humanos.

En el Nuevo Testamento, la palabra griega pneuma identifica al Espíritu y lo ubica en una relación especial con el alma. Pero es por el Espíritu, que los hombres nos podemos relacionar con Dios.

Pablo en su Carta a los Romanos en el capítulo 8 versículos 14-16 nos enseña: Porque todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios. 15 Pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre! 16 El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios.

El Espíritu tiene el Poder de iluminar nuestra alma y también de vivificarla divinamente. Por tanto el Espíritu debe prevalecer en todos nuestros hechos como seres humanos.

Pablo en su Carta a los Efesios en 4:29 nos enseña: ninguna palabra corrompida salga de vuestra boca, sino la que sea buena para la necesaria edificación, a fin de dar gracia a los oyentes.

El Espíritu es el Consolador prometido por Jesús antes de su partida para sentarse junto al Padre en el Trono de la Gloria. De allí la importancia que tiene el glorioso cumplimiento de esta promesa en Pentecostés.

El propio Jesús nos dejó una severa advertencia sobre el Espíritu, en Mateo 12:32: A cualquiera que dijere alguna palabra contra el Hijo del Hombre, le será perdonado; pero al que hable contra el Espíritu Santo, no le será perdonado, ni en este siglo ni en el venidero.

Hasta aquí hemos cumplido un pequeña parte del propósito, de que no perezcamos por falta de Conocimiento.

Diego Acosta

EL PELIGROSO ENGAÑO

DEVOCIONAL 

Jesús nos advirtió a propósito del final de los tiempos, que no nos dejemos engañar. Y si ponemos por pasiva la frase, no nos engañemos a nosotros mismos.

El riesgo de caer en estas sutiles tentaciones del mundo, se produce a partir del momento en que aceptamos los halagos que nos sorprenden, que nos agradan.

Por eso siempre recuerdo la amonestación que me hizo una predicadora, cuando elogié su mensaje: Si realmente me respetas, nunca más vuelvas a halagarme.

Confieso que me causó sorpresa esta reacción que consideré desmesurada y también poco amistosa. Pero los años me enseñaron cuánta razón tenía quién aparentemente había sido excesivamente severa.

Aprendí que una de las formas más perversas del engaño, es el elogio, aunque sea merecido. Porque afecta directamente a nuestro corazón que se envanece porque lo considera como una distinción.

Si Jesús me mandó que tuviera cuidado con esta cuestión, sería un necio si no le obedeciera.